“Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas en los ojos, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra” (Fil 3: 18-19).
Permitidme que os abra mi corazón y os cuente algunos de los secretos que hay en él.
Para mí, sacerdote de Cristo, los feligreses no son nunca un tanto por ciento o una masa informe a la que hay que atender. Cada uno es una vida, una historia, miles de sufrimientos y problemas, alguien a quien escuchar, encaminar, ayudar, perdonar, dar vida…
Los porcentajes y los cálculos estadísticos son resultados amorfos e impersonales de las Conferencias Episcopales a través de los cuales pretenden ver la salud espiritual de un país. Son meras indicaciones “aparentemente” objetivas y que nos pueden dar una idea de la asistencia al culto, recepción de los sacramentos… y ya es bastante; pero nada más.
Llevo de sacerdote algo más de treinta años. Los últimos diecisiete los he pasado en una zona rural – espiritualmente arrasada- atendiendo varias parroquias pequeñas. En total serán alrededor de cuatro o cinco mil personas. La asistencia semanal a Misa queda reducida a un total de 150 personas (más o menos) entre todas las capillas que atiendo. El número de confesiones semanales se acerca más al cero que al uno; y en cuanto a las comuniones, con un paquete de doscientas formas tengo para cerca de dos meses.
Al cabo del año suelo tener unos veinte entierros, de los cuales han recibido el viático y la unción de los enfermos no más de uno. Casi la totalidad de las personas a las que entierro no las he visto nunca por la iglesia, salvo en algún funeral o en las fiestas patronales. Los familiares del enfermo casi nunca llaman al sacerdote para que vaya a asistirles en los momentos finales de la vida; y en algunas ocasiones hasta he sido echado de las casas o me han prohibido acercarme a ellas. Recuerdo una persona en concreto que vivía enfrente de la Iglesia. Me dijeron que estaba gravemente enfermo de cáncer. En varias ocasiones les ofrecí a los familiares acercarme antes o después de Misa para “saludarle” y siempre me dijeron que ni se me ocurriera; temían de que se asustara al ver a un cura.
En la Misa de funeral que se celebra por su eterno descanso, hay un silencio sepulcral (nunca mejor dicho), nadie responde ni al “Señor esté con vosotros”; sólo se oye el rumor continuo de los hombres que se quedan fumando a la puerta de la Iglesia esperando que todo acabe. Los fieles que asisten a la Misa no saben si quedarse de pie o sentados, ya que la gran mayoría de ellos (unos doscientos) no suelen pisar nunca la iglesia.
Durante diecisiete años les he estado hablando de la necesidad de preparar a los más viejitos para cuando Dios les llame, les he dado catequesis sobre las maravillas del cielo y los horrores del infierno; pero como en la canción de Julio Iglesias: “La vida sigue igual”. Yo sufro grandemente. Sé que mientras le quede el último aliento hay esperanza; pero una vez que se ha expirado la suerte ya está echada. Lo que haya ocurrido entre él y Dios en el último instante no lo sabremos por ahora, sólo se hará público en el juicio final; es por ello que no nos toca a nosotros juzgar, sino rezar y no perder nunca la esperanza. De todos modos, tengo que quitarme de la mente el pensar que esa persona, a la que hoy estoy enterrando, pueda estar ya sufriendo en el infierno para toda la eternidad. Y es que continuamente me acuerdo de palabras que me hacen difícil creer que esa persona se pueda salvar: “Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6:8; 2 Tim 2:11). Y también este otro pasaje: “El que no está conmigo está contra mi” (Mt 12:20).
Cuando tengo la suerte de visitar a mis queridos viejitos, bien porque me lo ha dicho algún familiar o porque yo me he acercado al saber que estaban enfermos y me han abierto la puerta, me agarro a ellos como un pulpo y no les pierdo ya de vista. Entonces les preparo, confieso, visito semanal o mensualmente… incluso les llevo comida y ropa si lo necesitan. En una palabra, hacemos el viaje juntos hasta que el Señor les llama. El día que me toca visitar a enfermos es para mí el día más feliz de la semana. Con cada uno me suelo pasar un buen rato, les animo, les cuento chascarrillos, y lo más importante, les confieso, les llevo la Eucaristía y les voy preparando el corazón para su encuentro definitivo. En la Misa de funeral les suelo hablar a los amigos y familiares del difunto de cuánto le quería, de la amistad tan grande que se hizo entre nosotros y de las vivencias que teníamos juntos cuando le anunciaba que pronto se encontraría con Jesús y la Virgen en los cielos. De ese modo intento a animar a otros a hacer lo mismo; pero de momento no se ven resultados.
Otro de mis grandes sufrimientos en las parroquias son los niños. Me llegan con seis o siete años para prepararlos para la Primera Comunión. Durante dos años sé que van a ser mis hijos. Cuando los recibo, prácticamente ninguno sabe hacer la señal de la cruz o rezar el Padrenuestro. Ninguno sabe dónde está Jesús en el templo… y a penas lo reconocen por el nombre.
Van pasando las semanas y veo cómo esos niños se van integrando, aprenden a rezar, a tomar el agua bendita cuando entran en el templo, saludan a Jesús poniéndose de rodillas delante del Sagrario… ¡qué maravilla! ¡Benditos ángeles de Dios! Pero esa alegría yo sé que me va a durar muy poco. Los meses que preceden a la ceremonia de la Primera Comunión preparamos todos los detalles, ensayamos, confesamos, ellos reciben el pan por primera vez para que sepan qué tienen que hace cuando tengan al Señor dentro. Hacen la Primera Comunión. Todos felices. Yo incluso más que ellos. Pero ¡ay de mí! ¡Ahí se acabó todo! De los veinticinco o treinta niños que hicieron la Primera Comunión, la semana siguiente aparecen cuatro o cinco a la Misa, y dos semanas después, ya ninguno. Sé que ya no los volveré a ver, salvo algún día que me cruce con alguno por las calles cuando vaya a visitar a un enfermo; o cuando vuelvan a la Iglesia, ya con veinticinco o treinta años para que les bautice el primer hijo. Y bien digo bautice un hijo, pues eso de casarse “ya no se lleva”.
¡Qué dura es la vida de un sacerdote! ¡Qué dura es la vida! Al final uno tiene que luchar contra el desánimo y el desengaño; aunque yo nunca tiro la toalla, pues sé que cada alma ganada para Cristo es un triunfo para Dios. Por otro lado uno sabe que sus días no pueden acabar de otro modo, clavado en la cruz como su Maestro.
De los pocos consuelos humanos y espirituales que ahora tengo, ustedes son uno de ellos; hombres y mujeres hambrientos de Dios, a los cuales abro mi corazón y mi entendimiento, hinco las rodillas en la capilla y por los que pido continuamente. Ustedes han sido y son para mí, un nuevo apostolado. ¡Que Dios les bendiga!
Padre Lucas Prados