Las numerosas gracias que sigue concediendo el Padre Pío

El santo de los estigmas es portador de muchos dones místicos como las sanaciones milagrosas

Padre Pío en San Giovanni Rotondo.
San Pío de Pietrelcina, uno de los santos contemporáneos más queridos. Padre Pío, como se le conoce popularmente, nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina (Benevento) y al día siguiente recibió el Bautismo con el nombre de Francisco Forgione. Muere el 23 de septiembre de 1968, a las 2:30 horas, en el Convento de San Giovanni Rotondo (Italia), donde permaneció durante casi toda su vida dedicada a la oración, la confesión y la redención de las almas.

 Este sencillo y humilde fraile capuchino recibe el don de la estigmatización el 20 de septiembre de 1918 y las cinco llagas de su cuerpo quedarán abiertas y sangrantes durante 50 años. Jamás se infectaron y desprendían olor a rosas. Es venerado por la orden religiosa a la que pertenecía, los frailes menores capuchinos. En Andalucía su devoción también se ha extendido a través de diversos grupos de oración, como los existentes en Cádiz, Jaén o Sevilla, entre otros

En Sevilla los capuchinos están tanto en la Capilla de San José como en el Convento de los Capuchinos, que atesora las reliquias del santo italiano para su veneración. Se trata de las telas que llevaba alrededor del costado y que tapaban las heridas sangrantes de los estigmas.

No obstante, informa el Padre Guardián, fray Antonio, que este año «al coincidir su festividad con la víspera del domingo, día del Señor, prevalece la liturgia dominical, por lo que no se puede dedicar propiamente a San Pío de Pietrelcina, ni tampoco se expondrán a los fieles sus reliquias para veneración».

El Padre Pío estuvo en Pietrelcina desde su nacimiento el 25 de mayo de 1887, hasta el 6 de enero de 1903, año en que inició su noviciado en Morcone. Posteriormente regresó al pueblo en 1910, debido a que sus enfermedades no le permitían seguir la vida conventual, hasta que el 4 de septiembre de 1916 llegó al Convento San Giovanni Rotondo, convertido actualmente en un santuario, el tercero más visitado del mundo católico -tras el Vaticano y Guadalupe en México- con unos 8 millones de fieles y peregrinos.

Estigmas de Padre Pío.

El 3 de julio de 1917 el Padre Pío peregrinó al Santuario de San Miguel, en el Monte Gargano (Apulia), ya que era muy devoto del arcángel, cuya protección había sentido repetidas veces en sus continuas luchas contra el demonio. El santo les recomendaba mucho a los peregrinos que iban a San Giovanni la visita al santuario más antiguo (siglo V) dedicado al Príncipe de la Milicia Celestial.

Padre Pío, el fraile de los estigmas, fue portador de otros muchos dones místicos como las sanaciones milagrosas, curaciones insólitas, las visiones, el olor de santidad, éxtasis, bilocaciones, clarividencia, levitación, inedia (sobrevivir sin ingerir alimentos), don de lenguas, don de lágrimas.

El santo capuchino llamó la atención durante su vida terrenal por tener todas las gracias sobrenaturales, una concentración de carismas única en la historia de la Iglesia. Destacó además por los múltiples milagros que realizó en vida y que sigue haciendo para todas aquellas personas que se encomienden con fe y confianza a San Pío de Pietrelcina. Son innumerables los testimonios de gente que afirma haber recibido alguna gracia, a través de su intercesión.

Aclamado como un hacedor de milagros, el Padre Pío se veía a sí mismo como un pobre pecador, insistiendo a las personas que se le acercaban que los milagros vienen de Dios. Cuando se le daba las gracias por la curación de un enfermo, siempre respondía: «No me des las gracias a mí, sino a Dios». Repetía con frecuencia que la finalidad de un milagro es estrechar los vínculos entre la humanidad y Dios. Expertos del Padre Pío, como el fraile capuchino Elías Cabodevila, afirmar que es equivocado presentarlo como un santo milagrero, ya que siempre que interviene el Señor a través de San Pío de Pieltrecina tiene lugar un cambio de rumbo en la persona: una conversión o un compromiso más firme con la fe.



El periodista Alberto del Fante despreciaba al Padre Pío en sus artículos, llamándolo farsante y charlatán de feria que se aprovechaba de los ignorantes. Un día a su nieto le descubrieron un cáncer de hígado y una tuberculosis. Sus esperanzas de vida eran mínimas. Los familiares rogaron al fraile capuchino que rezara por él. Del Fante, al enterarse, prometió burlándose que si su nieto Enrico se curaba él mismo haría una peregrinación a San Giovanni Rotondo. Enrico se curó y Del Fonte se convirtió en uno de los más firmes defensores del Padre Pío.


El profesor Giuseppe Sala, médico del Padre Pío, afirma que su hijo, enfermo de meningitis cerebroespinal, fue sanado por su intercesión. Modesto Fucci manifiesta que Patricia Bini de Monza, de Milán, aseguró que gracias a la intercesión del Padre Pío se curó de una grave fractura cervical debido a un accidente de automóvil que tuvo en octubre de 1982.



El hospital Casa Alivio del Sufrimiento, inaugurado el 5 de mayo de 1956 en San Giovanni Rotondo es una de las obras más importantes del santo, destinado a las personas enfermas con escasos recursos económicos. Un empeño personal, al que dedicó varios años de mucho esfuerzo, pero que al final se convirtió en una realidad.

Padre Pío, hombre de salud debilitada, enfermó gravemente el 25 de abril de 1959, pero gracias a la intercesión mariana se curó el 6 de agosto del mismo año, con motivo de la visita de la imagen de la Virgen de Fátima

El 22 de septiembre de 1968 celebró a las 5:00 de la mañana su última misa, muriendo posteriormente el 23 de septiembre a las 2:30 horas. El 4 de noviembre comenzó el estudio de la causa para su beatificación y canonización. Fue el 16 de junio de 2002 cuando el Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Plaza de San Pedro de Roma, proclama santo al beato Padre Pío de Pietrelcina y establece su memoria litúrgica con el grado de «obligatoria», para el 23 de septiembre, «día de su nacimiento en el cielo».


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PADRE PÍO: DOS RESURRECCIONES POR INTERCESIÓN DE "EL SANTO"

La medalla azul
Durante mi estancia en San Giovanni Rotondo, aproveché para visitar de nuevo en su casa a la viuda de Giuseppe Sala, el médico personal del Padre Pío.

Ana María Sala –apellidada Ghisleri, de soltera– es ya una anciana nonagenaria, en el ocaso de su vida. Su longevidad se la debe al Padre Pío. Todavía hoy recuerda, impactada, el accidente de automóvil que marcó un antes y un después en su atareada existencia de madre de familia numerosa.

Corría el verano de 1965…

–Acompañé entonces a mi marido a Nápoles –recuerda ella–, donde Giuseppe debía pronunciar una conferencia sobre cardiología. Me hacía ilusión, siempre que podía, escaparme con él aunque fuera unas horas porque su absorbente trabajo nos impedía estar juntos en el hogar durante el día. La conferencia se alargó más de lo previsto y tuvimos que regresar demasiado tarde a San Giovanni Rotondo. Pronto se nos hizo de noche. Era una noche oscura, sin apenas luna. Giuseppe conducía muy deprisa, deseoso de llegar a casa cuanto antes. Viajábamos a bordo de nuestro Citroën DS plateado, grande y espacioso por dentro cuando, de repente, Giuseppe se salió de la carretera en una curva cerrada, empotrándose contra una enorme cosechadora.

–¡Dios mío! –exclamo–. El golpe debió de ser terrible…

–Todavía me duele –bromea Ana María, gesticulando con los brazos, como si el mundo entero estuviese a punto de caérsele de nuevo encima. ¿Ha visto alguna vez una trilladora? –pregunta.

–Sí, claro –asiento–. Aunque sea de ciudad, recuerdo haberla contemplado a mi paso por algún pueblo.

–Pues aquella era de un tamaño descomunal. Por la propia inercia del choque, todo el mecanismo de transporte y almacenaje, incluida la parte de la cabina, se desplomó sobre el lado derecho del coche. Quedé atrapada en el asiento del copiloto sin poder moverme. Lo que sucedió a continuación debió contármelo ya Giuseppe…

–¿Perdió el conocimiento?
–Estaba muerta.

–¿Cómo dice?
–Lo que oye: acababa de fallecer. Giuseppe se apresuró a auscultarme con su estetoscopio y comprobó, descorazonado, que ya no respiraba ni tenía pulso.

Ante él yacía el cadáver sanguinolento de su mujer, atrapado entre un amasijo de hierros, sin que el médico del Padre Pío pudiese hacer ya nada por ella. Su impotencia le hizo golpear a Giuseppe las piedras a puntapiés y gritar con rabia y lágrimas en los ojos: “¡Padre Pío, cómo has dejado que sucediera esto! ¡Me prometiste que Ana María y yo estaríamos juntos hasta la vejez con nuestros siete hijos! ¡Y ahora qué hago yo…!”.

–Giuseppe atisbó entonces –prosigue Ana María– las luces de un coche que venía de frente. El vehículo se detuvo y su conductor reconoció enseguida a mi marido:
»–¿Qué ha sucedido, doctor? –inquirió el paisano, nervioso.

»–Ayúdeme a sacarla de aquí. Está muerta… Vamos a llevarla al hospital –dijo el doctor, desconsolado.

»Mientras intentaban sacarme del coche –agrega Ana María–, mi marido reparó en que tenía colgado del cuello un pequeño objeto que brillaba en la oscuridad. Se acercó a mí para distinguirlo mejor y comprobó que era una medallita azul. Cuando lograron finalmente extraerme del vehículo tras grandes dificultades, percibieron ambos un tenue lamento que salía de mi boca. Mirándose atónitos, me subieron con cuidado al Citroën para conducirme hasta el puesto de socorro más cercano. Una vez allí, le indicaron a Giuseppe que me llevase al hospital del Padre Pío, advirtiéndole de que no sobreviviría probablemente a esa noche.

»Me operaron de urgencia, a vida o muerte. Permanecí cuatro días enteros sin poder hablar durante el postoperatorio. Hasta que por fin fui capaz de preguntarle a mi marido:
»–Giuseppe, ¿dónde están mis medallas?

»Él me las entregó, pero enseguida se disculpó porque faltaba la medallita azul que relumbraba en el interior del vehículo accidentado.

»–¿Azul…? –repliqué yo, sorprendida–. Yo nunca he tenido una medallita azul.

»–¡Era de la Virgen de Lourdes! ¡Yo la vi, te lo juro! ¡La llevabas puesta junto a las otras! –adujo él.

»Lo primero que hizo Giuseppe al verme restablecida fue visitar al Padre Pío para darle las gracias. El Padre Pío se limitó a responderle: “Yo no tengo nada que ver. Ha sido la Virgen de Lourdes…”».

José María Zavala, en uno de los archivos de San Giovanni Rotondo, donde ha pasado en los últimos años varios periodos de investigación y estudio.


La resurrección de Pauletta

“Todo es un juego de amor”. El Padre Pío resumía en esta sola frase toda su vida marcada por el sufrimiento. ¿Y qué mayor prueba de amor que devolverle la vida a alguien como Pauletta Preziosi, terciaria franciscana y madre de familia muy querida en San Giovanni Rotondo, a imagen y semejanza de como hizo Jesús, según nos cuenta el evangelista San Lucas, con la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga?

Recordémoslo si no:
“Estaba él [Jesús] todavía hablando, cuando llegó uno de la casa del jefe de la sinagoga diciendo:

»–Tu hija ha muerto. No molestes ya al Maestro.

»Pero Jesús, al oírlo, le dijo:
»–No temas, basta que creas y se salvará.

»Después de llegar a la casa, a nadie permitió que entrara con él, excepto a Pedro, Juan y Santiago, y al padre y a la madre de la niña [San Marcos nos indica que tenía doce años]. Todos lloraban y plañían por ella. Pero Él dijo:

»–No lloréis, no ha muerto, está dormida.

»Y se reían de Él, sabiendo que estaba muerta. Él, tomándola de la mano, dijo en voz alta:

»–Niña, levántate.

»Volvió a ella su espíritu, y se levantó al instante; y mandó que le dieran de comer. Sus padres quedaron asombrados; pero él les ordenó que no dijeran a nadie lo que había sucedido».

La historia volvía a repetirse así dos mil años después con Pauletta Preziosi.

El Padre Pío la cubría de los mejores piropos: los del alma. Decía así de ella: “Unas conciencias tan delicadas como la de Pauletta confunden al confesor, que no encuentra en ellas nada que absolver”.

Si la salud del alma de Pauletta era excelente, la del cuerpo no lo era en cambio tanto. Durante una Cuaresma, ella había sufrido una pulmonía doble, con graves complicaciones. Los médicos consideraban que su caso era desesperado. Agotados los remedios de la ciencia, sólo quedaba el recurso a los sobrenaturales.

El marido de Pauletta acudió así con sus cinco hijos al convento para suplicarle al Padre Pío que la curase. El mar de lágrimas del padre y de los chiquillos inundó de emoción al capuchino, que lloró como Jesús cuando supo que su amigo Lázaro había muerto.

Entretanto, las numerosas amigas de Pauletta, congregadas a la entrada de la clausura, imploraban también al Padre Pío que la sanase. El capuchino las escuchó meditabundo antes de proclamar, convencido:

–Ella resucitará el día de Pascua.

Pero el Viernes Santo, el estado de Pauletta empeoró. Perdió el conocimiento y, en la madrugada del sábado, entró en coma. Desesperados, algunos miembros de su familia subieron al convento para formularle al Padre Pío una última súplica. Ignoraban que la enferma ya no daba señales de vida. Los que permanecieron al pie de su cama, custodiándola entre rezos, se dispusieron a ponerle su vestido de novia como mortaja, creyéndola muerta.

A esa misma hora, Emanuele Brunatto llegó al convento y se encontró en el pasillo con el Padre Pío, dirigiéndose a celebrar los oficios matutinos.

El Padre –recordaba Brunatto– estaba alterado: me asió del brazo hasta hacerme daño y, casi gritando, me conminó: “¡Reza, reza, reza! Está a punto de morir”.

Entretanto, en la iglesia repleta de fieles, los padres y las amigas de Pauletta lloraban y rezaban en voz alta. De repente, enmudecieron. El Padre Pío, más pálido que de costumbre, acababa de salir al altar. En el rezo del Gloria, mientras repicaban las campanas de la Resurrección, el Padre Pío se quedó sin voz, con la garganta anudada…

En aquel preciso instante, Pauletta abrió los ojos en su casa, se incorporó de la cama, apartó las sábanas y, postrándose en el suelo, entonó tres veces seguidas el Credo. ¡Había vuelto a nacer!

Días después, el Padre Pío explicó:
–Ya no podía más. Esos niños, ese pobre hombre llorando amargamente me desgarraron el corazón. Así que me dirigí a San José: “No puedes dejarles sufrir de ese modo… Llévatela contigo o cúrala, te lo suplico”.

Quienes se disponían a introducir a Pauletta en el interior del ataúd, el sábado por la mañana, no tuvieron la menor duda de que habían presenciado una resurrección en toda regla. ¿Y qué dijo la protagonista? Se limitó a comentar que había sido arrebatada a una gran luz sobrenatural. ¿No significaba eso acaso que había vuelto a nacer…?